Cuando lo comenté en la sala de profesores se extrañaron, porque Adriana no sobresalía, precisamente, por su brillantez en los estudios. Al cabo de un par de meses, me volvió a suceder lo mismo con ella y con el libro propuesto, que creo recordar era “El viejo y el mar”.
Lo que más me sorprendió, fue lo siguiente: solía dividir la clase en grupos de cinco alumnos con el fin de que entre ellos lo discutieran, pero Adriana no se sumó a ningún grupo de lectura aduciendo, en ambos casos, que ella lo había leído con anterioridad.
Después de hecho el examen, Adriana me volvió a sorprender con su ejercicio escrito e incluso llegué a sospechar que lo había copiado, insinuándoselo. Con la insolencia del adolescente, me dijo:
-- Si lo que está pensando es que lo he copiado, ¿de quién podría haber sido? ¿De alguna compañera? ¿O quizá del propio libro?
Me quedé cortadísima y lo único que se me ocurrió fue citarla para después de clase. Una salida tonta por mi parte, pero no se me ocurrió otra.
-- Después de la clase quiero hablar contigo.
Terminada ésta, se dirigió a mí en tono retador y me espetó.
-- ¿Querías verme?
Por aquel entonces, los alumnos ya empezaban a tutear a los profesores, excepto los más educados o timoratos.
-- Después del examen que hiciste hace dos meses, – le dije amablemente – no me cabe duda de que el último que has hecho, pertenece a tu propia cosecha. Dime, ¿te gusta la literatura?
Lo que más me sorprendió, fue lo siguiente: solía dividir la clase en grupos de cinco alumnos con el fin de que entre ellos lo discutieran, pero Adriana no se sumó a ningún grupo de lectura aduciendo, en ambos casos, que ella lo había leído con anterioridad.
Después de hecho el examen, Adriana me volvió a sorprender con su ejercicio escrito e incluso llegué a sospechar que lo había copiado, insinuándoselo. Con la insolencia del adolescente, me dijo:
-- Si lo que está pensando es que lo he copiado, ¿de quién podría haber sido? ¿De alguna compañera? ¿O quizá del propio libro?
Me quedé cortadísima y lo único que se me ocurrió fue citarla para después de clase. Una salida tonta por mi parte, pero no se me ocurrió otra.
-- Después de la clase quiero hablar contigo.
Terminada ésta, se dirigió a mí en tono retador y me espetó.
-- ¿Querías verme?
Por aquel entonces, los alumnos ya empezaban a tutear a los profesores, excepto los más educados o timoratos.
-- Después del examen que hiciste hace dos meses, – le dije amablemente – no me cabe duda de que el último que has hecho, pertenece a tu propia cosecha. Dime, ¿te gusta la literatura?
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