jueves, 19 de junio de 2008

"Los sin papeles"

¿Es posible que los eurodiputados socialistas en masa (excepto tres), botaran en la Eurocámara, a favor de permitir la detención a los inmigrantes "sin papeles" durante 18 meses?
Yo, como socialista que soy (no votante del PSOE), no puedo creermelo. Pienso que es un error informativo. Pero si esto se confirma, ya pueden explicarme cómo vamos a cuidar a nuestros hijos, y a nuestros mayores, pero sobre todo quién va a soportar y apuntalar la Seguridad Social.
Tendrán que pensárselo mucho los votantes de ese partido, la próxima vez, porque el Socialismo es otra cosa.

miércoles, 18 de junio de 2008

Mi segunda novela (14)

Mientras que duró la enfermedad de su madre, estuvo día y noche cuidándola y no se separó ni un momento de su lado, pues la pobre sufría grandes dolores al haberle sido amputados dos dedos de un pie, debido a la congelación. A cualquier hora del día, sufría alucinaciones e incluso un sonambulismo senil. Las visitaba siempre que podía, pero ni una sola vez, vi a su hermano Vicente, pero no hice comentario alguno para no herir sus sentimientos.
Pasada esa etapa tan terriblemente triste para ella, Adriana empezó a querer ser la de siempre. En ningún momento la abandoné y ciertamente llegué a pensar, que no aguantaría las desgracias que, en cascada, estaba sufriendo. Pero me confundí.
Afortunadamente para ella y a los dos o tres meses, la vi reírse acompañada de Guillermo, el que yo creo que nunca la abandonó del todo, y aunque nos distanciamos algo en aquel momento, seguimos viéndonos con relativa frecuencia.
Pero sus gustos empezaron a cambiar y si antes iba con frecuencia al cine y al teatro y se leía un libro a la semana, esto le dejó de interesar y empezó a divertirse en las discotecas y festejos, más o menos propios de su juventud. Evidentemente estaba en la edad de ello pero ese cambio tan radical, tan brusco, me dio la impresión de que lo hizo con el fin de olvidar los peores momentos de su vida.
También pudo ser motivado por los cambios que se produjeron en aquellos tiempos. Atrás se quedaron los jipis y del amor libre, los vientos eran otros. Vientos de cantos a la libertad a los que también se unió Adriana.
Corrían los años de 1980 cuando en toda España, pero sobre todo en Madrid, se empezaba a hablar de “la movida”. Aquellos años en los que Tierno Galván, alcalde de la Villa, popularizó patrocinando festejos que cambiaron definitivamente a la juventud madrileña y que, por efecto dominó, arrastró a toda la sociedad española.
A la muerte del dictador, incluso antes, empezaron a oírse voces de libertad por todos los rincones de España. Voces de independencia, de emancipación y contra todo aquello que supusiera tiranía y privilegios.

lunes, 16 de junio de 2008

Mi segunda novela (13)


Pasado este desagradable episodio en la vida de Adriana, otro momento difícil para ella fue el fallecimiento de sus padres que si no hubiese sido por su fortaleza física y mental, difícilmente lo hubiese podido superar a su edad.
Ocurrió a los pocos meses del hecho anterior, en un viaje de sus padres a La Rioja. Era invierno y a la vuelta les sorprendió una ventisca de nieve en el Puerto de la Pedraja, cubriéndose de nieve, en muy poco tiempo, la carretera. El resultado final fue que el coche derrapó, en una de las curvas, cayendo por un barranco y yéndose a estrellar contra un árbol.
Su padre murió, instantáneamente, mientras su madre quedó aprisionad durante más de seis horas, con el cadáver de su marido al lado y ella completamente consciente. Durante todo ese tiempo y hasta que fue rescatada (aterida de frío y con serios síntomas de congelación) su única obsesión fue ver como su marido, con los ojos abiertos, era incapaz de mandarle un mensaje de vida.
La madre fue ingresada en un Hospital de Soria y aunque físicamente se recuperó pronto, nunca más volvió a ser la misma, según decía Adriana. Desde el primer momento le falló la cabeza y no hacía más que recordar a su marido fallecido. Ya nunca se quitó el frío de su cuerpo. Justo a los dos meses del accidente, murió la pobre señora quedándose ella sola. Absolutamente sola.
Su hermano Vicente, al que yo conocí por aquellos días y del que no había tenido conocimiento hasta entonces, debía ser varios años mayor que ella y andaba como un saltimbanqui de un lado para otro sin saber qué hacer. No parecía de la misma sangre y, desde luego, no tenía el mismo aplomo que Adriana. Ella ni me lo presentó y él se esfumó para no volverle a ver hasta pasado algún tiempo.
Éste, un sacerdote vestido de cleriman, se encargó de ejercer su oficio en el entierro. Por eso me enteré de su parentesco con Adriana al preguntarle él, en mi presencia.
-- ¿Qué hacemos con el cadáver de nuestra madre?
-- Lo que tú quieras. Lo lógico sería incinerarla. Ahora ya, ¡qué más da!
-- No digas eso Adriana. Ha muerto su cuerpo, pero no su alma.
-- ¡Qué tonterías dices! – le contestó Adriana dándose media vuelta y alejándose del pobre cura, el que empezó a decir algo bonito sobre la Iglesia. -- Vayámonos de aquí. No aguanto a mi hermano cuando se pone impertinente con las cosas de la Iglesia. ¡Qué importará ahora!
Durante unos momentos, caminamos en silencio alejándonos del cura. Al final ella lo rompió diciendo.
-- No te he presentado a mi hermano porque no vale la pena.
-- Si. Ya he notado esa falta de cortesía por tu parte. – le reproché, indulgente.

sábado, 14 de junio de 2008

Mi segunda novela (12)

Pasado algún tiempo y cuando Adriana estaba totalmente recuperada, sin poder reprimir mi curiosidad, le comenté que no comprendía como una mujer, inteligente como ella, se podía quedar embarazada sin desearlo.
Con su habitual aplomo me contestó.
-- En los últimos tres meses antes de abortar, me he acostado con cinco hombres distintos. ¿Tú cuál crees que es el padre? El acertar con uno u otro seria injusto y una lotería. A mí me cuesta mucho trabajo decir no, cuando -- Y no me tomes por puritana, pero para mí, es una cosa muy seria. Me figuro que me tomas el pelo cuando me das evasivas si te pregunto quien es el padre. Tú tienes que saberlo y creo que tenemos suficiente confianza como para que abras tu forma de pensar conmigo. -- Pregunta baldía y respuesta reiterada, quiero decir sí, hablando de sexo. ¿No te ocurre a ti lo mismo? Hay que disfrutar con las cosas que a una le gustan. Yo tenía un conocido que lo que más le gustaba era comer y eso le dio algún disgusto de salud pero no por eso dejó de comer hasta que un día, tuvo un disgusto muy serio. Cuando se repuso, siguió comiendo como al principio. Una jovencita, recién casada, que vive cerca de mi casa, es una entusiasta del deporte siendo esto lo que más le gusta, como me confesó antes de abortar debido a una caída haciendo footing. Perdió su hijo pero ella sigue haciendo deporte, si cabe, con más ahínco. Ejemplos de este tipo te pondría hasta aburrirte y, seguramente, tú también me los podrías poner a mi. Cuando tu novio se pone cariñoso ¿te acuerdas siempre del preservativo? Chica, que quieres que te diga, a mí es lo que más me gusta y cuando en el sitio elegido hay mucha gente, más morbo y más ganas. Me pasa lo que a Woody Allen, en una de sus películas.
Me dejó petrificada y no supe contestar. Me di cuenta de que tenía razón.

* * *

viernes, 13 de junio de 2008

Mi segunda novela (11)

Jorge la cogió en volandas y le acercó al primer banco que vio. Su cabeza iba hacia adelante y hacia atrás sin ninguna fijación. Una vez que la sentó en uno, Jorge me dijo. -- Acércate un momento a los baños y trae un pañuelo mojado.
Cuando volví, había algunas personas arremolinadas alrededor de Adriana. Me abrí paso como pude y vi que Adriana se estaba reponiendo. Cuando sintió la humedad del pañuelo alrededor de su cara y cuello, el efecto fue inmediato, aunque tardamos unos momentos en reanudar la marcha.
-- Espero que comprendáis que haya tenido que abortar, creo que era mi única solución.
-- No tienes que justificarte ante nosotros, Adriana. – Le dijo Jorge. – Para mí, en estos casos, la solución que da la madre, o mejor dicho la mujer, es la única que vale.
-- Así pienso yo. Pero creo, contra cualquier otra opinión, que no estaba preparada para ser madre. Sin embargo, sí lo estaba para hacer el amor desde los once años. Espero que no seáis de la liga antisexo.
Jorge le contestó con una sonrisa.
--Ni liga antisexo, ni madre a ultranza. Tú has hecho lo que debías hacer y, sobre todo, lo que querías. Nadie tiene nada que decirte, ni reprocharte y si un día algún cura de medio pelo te dijera cualquier tontería de las que suelen decir, mándale a la mierda que allí se encontrará en su casa.
Era la primera vez que le oía a Jorge ese pensamiento y Adriana se río por primera vez después de su aborto

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jueves, 12 de junio de 2008

Mi segunda novela (10)

El viaje a Londres fue visto y no visto y he de decir que estaba perfectamente organizado. Nos fueron a recoger al avión, nos llevaron a la clínica e ingresaron a Adriana, dándole una habitación doble en donde yo estuve con ella en todo momento y, al tercer día, regresamos a España, devolviéndonos, el London Hopital, al Heathrow Airport.
Tardó menos tiempo ella en reponerse que yo y si bien físicamente a ella se le notaban las huellas de su aborto, psicológicamente no le afectó, por lo menos, en apariencia. A los quince días las dos bromeábamos con el incidente y las peripecias pasadas y a los dos meses yo ya no me acordaba. No sé ella.
Recuerdo que el instinto maternal, mal entendido de aquella época, me hizo decirle que tuviese muchísimo cuidado desde ese momento en adelante, lo que le hice prometer. No me contestó; pero asintió con la cabeza y desde luego, que yo sepa, no volvió a tener ningún percance de ese estilo y nunca supe si el embarazo que tuvo fue obra de Guillermo o no. Ya nunca lo sabré, ni a estas alturas me importa y dudo que ella lo supiera, pero en su silencio flotaban las barbas del diablo y tan celosamente guardaba su secreto que llegué a interpretar todo lo contrario pues, en ningún momento me dio a entender un nombre, ni siquiera veladamente.
Cuando llegamos al aeropuerto de Madrid-Barajas, nos estaba esperando Jorge.
Adriana debía llevar muy mala cara porque mi novio le dijo, sin quererla alarmar.
-- ¿Cómo te va? No tienes muy buen aspecto pero claro, después de un viaje en avión yo creo que nadie lo tenemos.
-- Bueno, creo que lo peor ya pasó. Pero me siento algo mareada – contestó Adriana con desgana y una sonrisa dulzona.
-- Venid, vamos a sentarnos a una cafetería.--- Dijo jorge imperativo.
No habían avanzado ni cincuenta metros, cuando Adriana dijo.
-- No puedo más, me estoy mareando.Jorge la cogió en volandas y le acercó al primer banco que vio. Su cabeza iba hacia adelante y hacia atrás sin ninguna fijación. Una vez que la sentó en uno, Jorge me dijo. -- Acércate un momento a los baños y trae un pañuelo mojado.

Mi segunda novela (9)

Recuerdo como si fuera hoy el día que, a media mañana, se presentó en casa. Es posible que fuera sábado o festivo porque yo me acababa de levantar al no tener clases. Adriana no gozaba de muy buen aspecto y estaba excesivamente triste y nerviosa y nada más entrar me preguntó si se encontraba en casa mi novio, añadiendo.
-- Lo que quiero contarte, me da algo de vergüenza, sobre todo si estuviera él presente.
Me extrañó ese comentario en ella y la tranquilicé diciéndole que en ese momento estaba yo sola y le pedí, por favor, que se serenase.
-- Cuéntame lo que tengas que contarme. -- Le hice pasar a la cocina, mientras preparaba un café para ambas. Cuando hubo salido el café y lo había puesto en las tacitas, me dijo, solemne.
-- Cris, me tienes que ayudar. Me tienes que dejar cincuenta mil pesetas porque tengo que irme, inmediatamente, a Londres para abortar.
Me sobrecogió la forma tan imperiosa que tuvo al decírmelo y su cara entre nerviosa y triste. Creo que fue la primera vez que tuvo un problema serio en su vida. En ese momento, rompió a llorar desconsoladamente y a decirme que yo tenía razón, cuando le había dicho lo de las precauciones y que ella lo había tomado a chirigota, pero que no deseaba ni el embarazo, ni lo que viniera.
Desde luego que yo no tenía ese dinero pero la apoyé en todo lo que pude, preguntándole si lo sabían sus padres o algún familiar y que pediría el dinero, a donde fuera, para ayudarla. Me dijo que de ninguna manera iba a consentir que yo hiciera eso por un error suyo y estuvo forcejeando conmigo hasta que al final, cuando le dije que yo me iría con ella y que no se preocupara, se vino abajo. Se abrazó a mí y reforzamos nuestra incipiente amistad.
-- ¿Quién es el padre? – Pregunté con descaro.
-- ¡Qué más da! Eso da igual. Lo importante es el hecho. Además podría haber varios candidatos. – Me dijo sonriéndose, siendo la primera vez, en el día, que lo hacía. -- Con el que yo creo que es el interesado ya lo he hablado, siendo él de la misma opinión, no deseándolo tampoco. -- Le dije que la decisión me parecía inteligente, aunque pensé, para mis adentros que quizá yo, más conservadora, no lo hubiese hecho.

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martes, 10 de junio de 2008

Mi segunda novela (8)

Su pareja se llamaba Guillermo y tuvo mucho cuidado en no mencionar la palabra “novio”, presentándomele con ambigüedad, como un amigo.
Como antes decía, congeniábamos y nos compenetrábamos. Algunas tardes quedábamos para tomar un vino después de las clases y, a veces, nos recogían nuestros mozos y seguíamos trasegando. No era normal la simbiosis que se había producido entre nosotras. No era dañina, pero casi necesaria.
Pero había algunas cosas que no encajaban. La primera y la más chocante, era que tuviera que ir tan lejos al Instituto, viviendo ella en Madrid y como ya teníamos cierta amistad, un día se lo pregunté.
Sin que le importara lo más mínimo y sin dar ningún rodeo, me dijo que había tenido un affaire con un profesor y que, como ella tenía una beca, como castigo la relegaron a un Instituto periférico. Esa era toda la historia. Al desgraciado del profesor, y dado que ella era menor, le formaron un expediente que, se suponía, habría sido más severo que el desplazamiento que ella estaba sufriendo.
La otra cosa que me llamaba la atención, era esa especie de tirantez que existía entre Guillermo y ella. Parecía que siempre estaban enfadados. Después de pensarlo varios días al final me decidí a preguntárselo y así lo hice.
-- Mira Adriana, me da la sensación de que vosotros no os encontráis a gusto con nosotros, seguramente debido a la diferencia de edad. Lo entendería perfectamente. – De esta manera, parecía que nosotros éramos los culpables y le dejaba la puerta abierta, por si la necesitaba. -- No sé si tenéis algún problema entre vosotros o somos nosotros los causantes de vuestros problemas.
-- Guillermo no es un novio al uso. -- Contestó Adriana con prontitud y de forma desenfadada -- Lo único que hacemos es salir, de vez en cuando y acostarnos siempre que queremos. -- Esto dicho a mediados de los setenta, me resultó muy fuerte. Automáticamente le pregunté que si no tenía miedo a quedarse embarazada y ella, completamente desinhibida, me dijo que utilizaban condón siempre que podían y, cuando no podían, el otro procedimiento.
Iba a preguntarle cuál era el otro procedimiento, pero siendo yo mayor que ella, se suponía que no tendría que hacer esa pregunta, por lo que opté por callarme y no preguntar más sobre el tema.

Mi segunda novela (7)

-- Mucho. Más que la literatura, en general, lo que me gusta es leer. Leo todo lo que cae en mis manos, sobre todo novela. Me gustaría tener mucho dinero para tener muchos libros.
-- Si te preguntara yo, ahora, qué libro te gustaría leer, ¿cuál dirías?
-- No sé. Si no lo he leído no puedo saber si me va a gustar.
-- Claro, tienes razón. Ha sido una buena respuesta para una pregunta estúpida. Pero una mujer como tú, que al parecer le gusta leer, siempre tendrá algún libro en la recámara. – Insistí.
-- Bueno, he oído hablar muy bien de la “Montaña mágica” y de “La Regenta”, y otros muchos que ahora no recuerdo.
-- ¿Qué años tienes, Adriana?
-- Quince, casi dieciséis. ¿Y tú?
-- Veintidós, casi veintitrés. Pero no se lo digas a nadie – le dije poniendo cara de sorpresa por la pregunta; y dando la conversación por acabada, añadí. – Bueno ya hablaremos.
Por aquel entonces, Adriana era una adolescente, desinhibida y completamente desarrollada en todos los aspectos, pues incluso salía con un chico, y no es que me enterara porque ella me lo dijera, sino porque un día me la encontré en el cine y al sentarse a mi lado (supongo que sin querer), vi que le acompañaba un muchacho mayor que ella, (diría que bastante mayor) y que debería rondar los dieciocho o veinte años y es sabido que a esas edades tres o cuatro años se notan bastante.
Recuerdo la ilusión que le hizo cuando le regalé el libro de Thomas Mann. Casi estoy por decir que se le saltaban las lágrimas, al dárselo. Pero las reprimió, estoicamente, para no parecer una niña tonta, pienso yo.
A principios del año siguiente, la vi acompañada por el mismo chico en el teatro. En el entreacto, empezamos a charlar y le propuse tomar unos vinos cuando se acabara la representación y así lo hicimos los cuatro. A partir de ese momento fue cuando la conocí, verdaderamente. Yo, por aquel entonces, estaba soltera y el que fuera mi marido, en ese momento, era mi novio.
Entre Adriana y yo había una diferencia de edad de unos cinco o seis años. Sin embargo, ella me aventajaba en algunas cosas como, por ejemplo, en la forma de concebir la vida siendo más liberal que yo, en el sentido de libertad y no en el político.

Mi segunda novela (6)

Cuando lo comenté en la sala de profesores se extrañaron, porque Adriana no sobresalía, precisamente, por su brillantez en los estudios. Al cabo de un par de meses, me volvió a suceder lo mismo con ella y con el libro propuesto, que creo recordar era “El viejo y el mar”.
Lo que más me sorprendió, fue lo siguiente: solía dividir la clase en grupos de cinco alumnos con el fin de que entre ellos lo discutieran, pero Adriana no se sumó a ningún grupo de lectura aduciendo, en ambos casos, que ella lo había leído con anterioridad.
Después de hecho el examen, Adriana me volvió a sorprender con su ejercicio escrito e incluso llegué a sospechar que lo había copiado, insinuándoselo. Con la insolencia del adolescente, me dijo:
-- Si lo que está pensando es que lo he copiado, ¿de quién podría haber sido? ¿De alguna compañera? ¿O quizá del propio libro?
Me quedé cortadísima y lo único que se me ocurrió fue citarla para después de clase. Una salida tonta por mi parte, pero no se me ocurrió otra.
-- Después de la clase quiero hablar contigo.
Terminada ésta, se dirigió a mí en tono retador y me espetó.
-- ¿Querías verme?
Por aquel entonces, los alumnos ya empezaban a tutear a los profesores, excepto los más educados o timoratos.
-- Después del examen que hiciste hace dos meses, – le dije amablemente – no me cabe duda de que el último que has hecho, pertenece a tu propia cosecha. Dime, ¿te gusta la literatura?

Mi segunda novela (5)

Conocí a Adriana en el Instituto de Majadahonda, donde ella hacía el último curso del bachillerato y yo trabajaba como profesora, dando clases de lenguaje. El recuerdo de aquella época me rejuvenece. Todavía hoy evoco el olor en las clases, entre lapiceros, tizas y el sempiterno a humanidad juvenil tan propio entre chicos y chicas de edades comprendidas entre los dieciséis y dieciocho años. Recuerdo también, el paso de las estaciones. Esa primavera madrileña tan absolutamente acariciadora que alteraba, según dice el refrán, la sangre, o el crudísimo frío invernal que te helaba las entrañas y el escribir en la pizarra, o en la libreta, era toda una proeza al tener los dedos entumecidos, sobre todo cuando soplaba el viento de Somosierra; era como si te acariciara un trozo de hielo, repetidas veces, la cara.
Diariamente tenía que desplazarme desde Madrid a unos treinta kms. que era la distancia, aproximada, a mi centro de trabajo en Majadahonda. Tenía un horario bastante cómodo; entraba a las diez de la mañana y salía a las seis de la tarde, por lo que evitaba las odiosas horas punta en esa maldita
El primer control que puse en la clase de Adriana, trataba de un comentario de texto sobre “La isla del tesoro”. Me sorprendió que una chica tan joven expusiera con tanta precisión el comentario propuesto. Bien era cierto que, previamente, había dicho a los alumnos que se leyeran el libro sobre el que recaería el examen. Adriana lo hizo tan correctamente como lo hubiese hecho un adulto, citando a Jim Hawkins, al capitán Smolet, al inteligente Dr. Livesey o al filibustero John Silver. Me quedé gratamente sorprendida y le puse la máxima nota. No sólo se había leído el libro, sino que, además, conocía parte de la biografía de Stevenson
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Mi segunda novela (4)

Adriana no era una mujer muy segura de sí misma, pero sí muy independiente, fogosa, suave y apetitosa, rubia y de mirada traviesa. No quisiera hablar en pasado como si hubiera desaparecido para siempre, pero el paso del tiempo sin verla y sin estar con ella, nos hicieron presagiar, en aquellos momentos, grandes nubarrones.
Aunque éramos diferentes físicamente, no debíamos de serlo tanto para personas que no nos conocían en profundidad. Ella era mucho más guapa que yo, pero las estaturas similares, el corte de pelo y las voces cálidas que ambas teníamos, inducían a la confusión en más de una ocasión. Tanto si decían Adriana como si decían mi nombre, Cris, nos volvíamos al unísono. Podríamos decir que era mi alter ego.
Adriana era una mujer adorable, no muy segura de sí misma (como ya he dicho) y con un temperamento que se adaptaba al medio. Quiero decir que lo mismo sacaba su genio contra una persona por una nimiedad que, al momento, se arrepentía y besuqueaba a la persona ofendida. Con ella, si no se tenía mucha amistad, era preferible no molestarla porque podías salir mal parado. De todas formas, nunca le llegó a embriagar la ira.
Era una mujer bastante independiente, de ahí su inseguridad emocional. Todo ello no sé si era una virtud o un defecto, ni tampoco sé si era adorable para todo el mundo o sólo para mí. Era el tipo de persona que suele caer bien a todos.
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lunes, 9 de junio de 2008

Mi segunda novela (3)

Nuestras pesquisas no fueron guiadas por la curiosidad. Nos llevó el corazón que me explotaba cada vez que pensaba en ella sin saber donde podía estar. Al final, cuando la encontramos después de una serie de peripecias y de entrevistas, como ya he dicho, y después de que ella me diera sus razones para desaparecer de la vida de su familia, no fui capaz de juzgarla pero tampoco de defenderla.
Las dos llegamos a ser grandes amigas, a pesar de la diferencia de edad, e incluso nuestros conocidos cambiaban nuestros nombres. A ella podían llamarla Cristina y a mi Adriana, o al revés. Normalmente mi nombre lo apocopaban y me llamaban Cris, excepto mi tío que con su voz de bajo me decía “Pispajo”, al ser la diferencia de nuestras estaturas, entre él y yo, considerable. Era un buen tipo, pero nos dejó hace un par de años. Su perdida la lloré y, todavía hoy, le recuerdo con verdadero cariño.
No quisiera salirme del relato que he comenzado. Lo anterior es agua pasada y no tiene nada que ver con la desaparición de mi amiga Adriana, pero los sentimientos afloran sin tú querer
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Mi segunda novela (2)

Por último, cuando encontramos a una irreconocible Adriana, estuvimos hablando con ella más de una semana durante diez o doce horas al día y quizá se nos quedó alguna pregunta olvidada que tuvimos que completar por deducción, intentando no hacer leña del árbol caído.
Nos contó todo lo que nos podía interesar y muchas otras que no nos servían para nada: la forma de vestir de sus hijos y de su marido, la forma de hacer el amor con él y con sus amantes, el carácter de las novias y novios de sus hijos y toda una retahíla de cosas que yo desconocía a pesar de verla, todos los días, durante muchos años.
No solamente nos entrevistamos con ella sino también con toda la familia Ruiz. Visitamos, en dos ocasiones, a los detectives que intervinieron en el caso e incluso a algunos de los amantes que tuvo. Hablamos con los novios y novias de sus hijos, con la servidumbre de los hoteles por donde pasó, con el gerente del hotel donde se hospedaron, con los recepcionistas y, en fin, con todas aquellas personas que pensamos podían haber tenido relación con mi amiga Adriana.

Mi segunda novela: ADRIANA. Extraños comportamientos (1)

CAPITULO I



>>Desde que me enteré de la desaparición de Adriana, me invadieron unas irrefrenables ganas de hurgar en su vida, no en su pasado, que conocía casi perfectamente, sino en el desgraciado e insospechado hecho. Cualquier pretexto era bueno para descuidar el inicio, y es que, sin saber por qué, me daba miedo el comienzo. Ese miedo, la incuria y la pereza, fueron los mejores aliados del retraso. Cuando su hijo Carlos me contó su desaparición, entonces y sólo entonces, empecé a pensar seriamente, en escribir sobre ella. El motivo era simple: intentar que alguien, al leer este relato, esclareciera su situación y, sobre todo, darme alguna pista de su paradero. Al final no hizo falta; yo, con la ayuda de mi marido, pudimos dar con ella después de muchos sacrificios y sufrimientos. El relato podría contarlo en pocas líneas, pero quedaría incompleto, sin alma. Para poderlo entender yo misma, tuve que emplear muchas horas realizando entrevistas con casi todas las personas que en la novela aparecen.